lunes, 17 de febrero de 2014

El viaje

El arte de la fuga/El viaje/El mago de Viena (Anagrama, 2007)
por Sergio Pitol
México, 2001

Hay que leer a Pitol.  Un día de estos, voy a leer o una novela o un libro de cuentos suyos.  Mientras tanto, sigo con sus textos ensayísticos --en este caso, el segundo tomo de la llamada Trilogía de la Memoria-- sin queja alguna.  El viaje, de 2001, es una especie de crónica literaria que tiene que ver con un viaje a la URSS que hizo Pitol en 1986 junto con un recorrido sentimental de su residencia en Praga, donde pasó seis años en los ochenta con un cargo diplomático.  Como de costumbre con el mexicano, los recuerdos triviales tipo "hice un recorrido de los cafés y museos de la ciudad" provocan un sinnúmero de otros dedicados con entusiasmo a sus autores y artistas predilectos.  De un sueño sobre "los senderos inextricables que componen la Praga medieval y el antiguo barrio judío", por ejemplo, surge un recuerdo particular sobre la experiencia de caminar aquellas mismas calles:

De todas las ciencias que en Praga tienen cabida la de más prestigio es la alquimia. Por algo Ripellino tituló Praga mágica al mejor de sus libros.  Durante seis años visité sus santuarios, los que conoce todo el mundo, pero también otros, los secretos; recorrí avenidas espléndidas que son parques y se vuelven bosques, y también callejuelas escuálidas, pasajes ramplones, sin forma ni sentido.  Caminé acompasadamente una y otra vez sobre losas que conocieron las pisadas del Golem, de Joseph K. y de Gregorio Samsa, de Elena Marti-Makropulos, del soldado Schveijk, del rabino Levy, con coro de ocultistas, de salamandras, de robots y de algunos miembros más de la variopinta familia literaria de Bohemia.  Praga: observatorio y compendio del universo: Imago mundi absoluto: Praga (330-331).

Además de su entusiasmo contagioso, me gusta leer Pitol a causa de su erudición asombrosa.  Lo siguiente, tomado de una página de su diario de 1986 sobre un día pasado en el viejo Leningrado, es un buen ejemplo de cómo el autor hubiera sido un excelente profesor de literatura comparada:

Se me ha vuelto una necesidad inaplazable releer Petersburgo, de Andréi Bély, tal vez la novela rusa más importante de este siglo.  Mann la leyó en su juventud y esa lectura lo marcó para siempre.  Detestaba entonces que la novela no se hubiera quedado en Stendhal, Tolstói o Fontane.  Eran extraordinarios, quién podía dudarlo, pero en Bély encontraba una forma paródica, casi secreta.  Las escenas cumbres, los clímax violentos en que abunda el relato están bañados de una suave sorna que casi nadie percibió en su tiempo.  Él sí, y comenzó a estudiar la construcción de situaciones que pudieran combinar el pathos con la caricatura.  Las manchas de la tuberculosis en los pulmones de Mme. Chauchat contempladas en una radiografía por Hans Castorp y el espasmo verbal, la riquísima retórica con que ese joven nos pone al tanto de su pasión amorosa a través de esas manchas, son un ejemplo.  Me gustaría leer las otras novelas de Bély: Las palomas de plata y Kótik Letáev, la más experimental, un monólogo intrauterino que lucha, a través de balbuceos, por alcanzar algún sentido, y más aún, empaparme de la literatura asombrosa de principio de siglo al final de los diez y los viente: Ajmátova, Rózanov, Kuzmín, Tsvietáieva, Mandelstam, Tiniánov, Pasternak, Platónov y Jlébnikov, para algunos este último es el poeta formalmente más radical de la época.  Tanto Shklovski como Ripellino, que lo han estudiado a conciencia, están acordes en que es el auténtico transformador de la lírica rusa, que la libera del simbolismo y la dirige a la vanguardia, al futurismo concretamente (381-382).

Qué lista de nombres para enumerar, ¿no?  ¡Es casi como el catálago de naves en el canto II de la Ilíada!  Lo chistoso es que Pitol empieza la entrada como sigue: "Amanecí con un mal humor del carajo" (381).  Al pensar en el sentido de humor de nuestro erudito amigo, debo añadir que dos otras anécdotas suyas, tal vez más característicamente turísticas en algún modo, tienen que ver con un malentido acerca de "dos revistas pornográficas finlandesas" (398) y su visita, acompañado por un escritor local, a un "mingitorio colectivo, lo que jamás habría imaginado que existiera, fuera de las instalaciones penales, si acaso" durante una noche marcada "por los hectolitros de vino tinto ingerido" (420).  Dado el respeto que Pitol dice tener por Nikolái Gógol, voy a concluir esta entrada compartiendo el desenlace pitoliano tan eminentemente gogoliano:

El pudor colectivo era inexistente.  Se oían carcajadas al mismo tiempo que ruidos de vientre.  La pestilencia del antro era intolerable.  Temí desmayarme.  Busqué a aquel loco Virgilio cacarizo que me había conducido a ese círculo fecal del infierno para pedirle que me sacara inmediatamente de allí, y lo vi feliz, como si hubiera llegado al ágora en el momento cenital, conversando alegremente con unos muchachos y saludando a otros, mientras se desabrochaba los pantalones y se dirigía a uno de los agujeros para defecar.  Salí como pude, llegué al restaurante, pedí a la guía que me llevara en un taxi al hotel y caí como una piedra en la cama (421).

Afortunadamente para todos, el gran Pitol sobrevivió para contarlo.  Hay que leer a él.

Sergio Pitol

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